La chica extraña

Marcelo Beltrand Opazo

Era la chica más extraña que había conocido. Un día, me dijo que me quería presentar a su madre, me tomo de la mano y me condujo. Yo no dije nada, nunca decía nada, ella tenía algo así como un efecto somnífero, me adormecía su voz y sólo podía aceptar, decir que si a todo lo que me proponía o me contaba. Bueno, ese día me dijo que quería presentarme a su madre, me tomo de la mano y me condujo por calles que no conocía, luego tomamos un colectivo que subió por cerros que solo había escuchado en canciones. Bajamos, luego subimos nuevamente y llegamos a un cementerio. Todo el camino me fue contando de un hermano que estaba en el extranjero, la historia estaba tan bien armada que no me di cuenta del paso del tiempo. Me contó que su hermano se había ido a Estados Unidos hace muchos años, y que se había ido de polizonte en un barco, luego llegó a Panamá y que un traficante de armas lo había llevado a la frontera con México, a un pueblo que se llama El Paso, y que ahí paso cuatro meses esperando que el traficante volviera a buscarlo. No tenía mucha plata, por lo que tuvo que trabajar en una plantación de marihuana cerca del pueblo y que después de los cuatro meses, el hombre llegó y pudo entrar a Estados Unidos, pero que no lo había pasado muy bien me dijo, porque el traficante lo encerró en la parte trasera de una camioneta y lo atravesó por todo Estados Unidos y lo dejó en una ciudad llamada Duluth, cerca de Canadá. Después de eso, no hemos sabido nada de él, dijo, y calló, mientras yo me imaginaba al hermano recorriendo las calles de El Paso como sonámbulo, extraviado, sin saber hablar ingles, soñando con una vida distinta a la de Valparaíso. Toda esa historia me la contó mientras viajábamos en el colectivo, bajábamos por escaleras, caminábamos por pasajes estrechos hasta llegar a la puerta del cementerio.
Me contó todo eso y luego me miró, y dijo, en las puertas del cementerio, aquí está mi Mamá y quiero que la conozcas, me dijo esto mientras el sol de se ocultaba más y más. A esas alturas estaba convencido que era la chica más extraña que había conocido en mi vida. Qué hacía yo, afuera de un cementerio, a esa hora del día. Era tal mi asombro que no dije nada, no cuestioné lo absurdo que se oían sus palabras, frente a un cementerio, sólo asentí con la cabeza. Y volvió a repetir, quiero que conozcas a mi madre, me tomó de la mano y me condujo, entre tumbas y jardines, entre el silencio de un cementerio un día cualquiera, con una bruma que ocultaba un sol a medias. Olía a pasto recién cortado. Me tomo de la mano y me condujo por el gran jardín, porque era como eso, un gran jardín de una casa, los nuevos cementerios, más bien posmodernos, era como si se hubiera maquillado a la muerte, despojándola de todo ritual fúnebre que tenía. Estos nuevos cementerios eran eso, un nuevo trato con la muerte. Yo pensaba todo esto mientras ella me apretaba la mano y me conducía por el Parque Cementerio, en silencio, con paso firme. Subíamos una pequeña loma y a lo lejos divisamos a una mujer de mediana edad, con un largo abrigo, que a esa distancia, parecía una de esas góticas que pululan la noche como zombis en busca de espacio, de lugar. Así, entre la espesa niebla y el sol a medias avanzamos mientras la chica extraña me dijo que la que estaba allá, esa mujer del largo abrigo, era su madre y que estaba en la tumba de su padre y que después me contaría de el, pero ahora, ella quería que yo conociera a su madre, así me dijo, con esa voz hipnótica. No dije nada y seguimos caminando y llegamos justo al lado de la mujer gótica. Esta nos miró y la chica nos presentó. Todo así, parco, frío, igual como el lugar, la ropa de la madre, el día. No dijimos más y nos quedamos frente a la placa con el nombre del padre y el marido de estas dos mujeres extrañas.
Yo en ese tiempo iba por la vida como una goleta, o vote sin remos, así, sin rumbo. Me dejaba llevar y me deja sorprender por las cosas que ocurrían a mí alrededor y que no controlaba en lo absoluto. Tengo que reconocer que era una postura más bien cómoda, pero podía hacerlo, no tenía mayores responsabilidades. Había decidido llevar esa vida ese año. Cuando conocí a la chica extraña. Hoy cuando recuerdo ese año, creo, que en otras circunstancias no podría haberme juntado con ella, porque era realmente extraña. Recuerdo que después que me presentó a su madre me dijo que me contaría de su padre, quién había fallecido hacía años, ella se acordaba muy poco de él. Me invitó a su casa un día. Vivía en un departamento pequeño, en la calle Colón, al llegar a la Av. Francia. Llegué muy temprano, estaba brumoso, gris. Subí las escaleras, los peldaños de dos en dos, hasta el tercer piso, toqué a la puerta y ahí estaba ella, la chica extraña, con una bata negra, el rostro muy blanco, las uñas pintadas de negro. Me esperaba así, me explicó después, porque esto es importante. Ella quería hacer de la historia de su padre un ritual, convertirlo en mito. Me hizo pasar al pequeño departamento, el que estaba decorado en forma sencilla, más de lo que había supuesto, nada de extravagancias. Pero. Pero su celular sonó justo cuando nos sentábamos con un café y ella comenzaba el relato con su voz hipnótica. Contestó y me dijo que tenía que salir urgente dejándome en su departamento, solo. Me quedé ahí, sentado con el café, la decoración sencilla y la mañana gris. A las dos de la tarde decidí volver a mi casa. Nunca volvió y nunca más supe de ella. La llamé pero su celular sonaba apagado. Fui a su departamento, pero nadie salió.
Como dije, ese año fue extraño. La historia con la chica llegó a su fin, como ocurre con las cosas extrañas. Después de algunos intentos, nunca más trate de contactarla, la deje en los recuerdos de las cosas que ocurren una vez en la vida: conocer gente extraña, hacer cosas raras. Hoy, miro al pasado y me pregunto sobre la chica extraña, qué será de ella, habrá logrado construir el mito de su padre, su madre estará frente a la tumba vestida de gótica. Me lo pregunto sobre todo en días grises y fríos, caminando por las calles de Valparaíso.

Yo, el otro

de Marcelo Beltrand Opazo


Él, acostado.
Mira el dormitorio y lo recorre con pausa, deteniéndose en los detalles. Los cuadros, lámparas, el reloj de pared. El color de las cortinas, el de los muros. Todo estaba dispuesto, el silencio, la quietud de la noche, la media luz.
Estira los brazos, como si fueran de goma y pudiesen alcanzar el techo y cruzó los dedos. Luego, se para de la cama y camina los cinco pasos que lo separan de la puerta de entrada, enseguida, cambia de rumbo recorre la distancia de diez pasos hasta el otro extremo del dormitorio tocando con la punta de la nariz la pared, quedando frente a un espejo que duplicaba la noche, la cama y el mundo. Y mirando el espejo, retrocede dando pasos de a uno y deteniéndose y mirando su reflejo, su repetición. Se observó con la misma atención que lo hacía hace unos minutos con la habitación, a medida que daba un paso se detenía y se escrutaba con minuciosidad de cirujano y vio ese cuerpo que era el suyo, pero que a la vez no lo era. Se encontró con esos brazos y esas piernas y ese pelo que no le gustaba y que desde ahí ya no eran los suyos. Se acercó un poco más. Y se detuvo en sus ojos, en esa mirada desafiante que sin decir, le gritaba que el que estaba enfrente no era él, sino una repetición, una mala repetición, una copia desfigurada o, mejorada, la auténtica a lo mejor.
Y se lo dijo.
Pero el otro, se lo dijo primero, le dijo que él era el verdadero y, que su cuerpo era la copia defectuosa. Atónito, escucho esas palabras, que ya no eran de él, sino del otro y, ese otro a su vez, era él mismo.
Los espejos son abominables, pensó, sin poder recordar dónde lo había leído.
Pero aceptó el desafío del reflejo, de su copia. Aceptó decirse aquello que el otro quería escuchar, las palabras y las frases que tanto se guardaba para sí. Los secretos. Ya sabía, por experiencia, que cuando estaba sólo, hablaba y se contaba cosas. Fue a buscar la silla, la única silla que poseía, la acomodó frente al espejo. Luego, fue a la cocina y se sirvió un gran tazón de café, la jornada sería larga. Volvió a la sala, se sentó, se acomodó y se miró. Se observó en el espejo de la sala, escrutó su propia imagen, un tanto distorsionada, una tanto bizarra. Y nuevamente recordó, ahora recordó, la sentencia de Borges, donde este decía que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Y sentado frente a uno de esos objetos monstruosos, en un solo acto calculado, se descubrió sentado en una silla, en un dormitorio, con una taza de café humeante en una mano, con los pies estirados y con el ánimo vencido. Estaba ahí, a la espera de que las palabras aparecieran y dieran la sentencia, porque las palabras están para eso, para sentenciar el mundo.
Dejó su propio pensamiento suspendido por unos segundos
Se rascó la cabeza. Detuvo su brazo y volvió a repetir la acción, se volvió a rascar la cabeza y con asombro, descubrió un gesto que no reconoció como suyo o, a lo mejor siempre fue suyo, pero nunca antes lo había visto con tanta claridad. A la única persona que conocía con ese gesto, era su padre, al que no conoció hasta cumplir los veinticinco. ¿Cómo era posible? Increíble, la genética pensó. Y, ¿cuándo hacía ese gesto, cuándo se rascaba la cabeza?; la verdad es que en muy pocas ocasiones era consciente de ese tic heredado, heredado por alguien que no conoció o, que conoció muy tarde, cuando él ya se rascaba la cabeza hace veinticinco años. No podía ser de su padre, se negaba a una cosa así, se negaba a la herencia de su padre. Lo negaba.
Los minutos avanzaban a la misma velocidad de siempre.
Bajó la mano con sus dedos, la acomodó en el brazo de la silla y se mordió el labio, ese gesto sí lo conocía, sabía que era de él, de nadie más, pero
La frase queda, nuevamente en suspenso, detenida en un resquicio del tiempo, en algún segundo del reloj de la pared. La estira, la da vueltas una y otra vez y vuelve a ella. No era de él, ese gesto, en algún momento de su vida lo había incorporado, se lo apropió de otro o, de otra. ¿Su madre?, se preguntó en voz alta. Sí, se respondió, de ella. De quién más, si con ella había crecido, con ella había aprendido a morderse los labios, estoy seguro de eso se dijo. Pero dudó a pesar de todo. Dudó del origen y dudó de que ese gesto, tan banal, mundano y cotidiano en su vida, fuera de él. Creyó ver en el reflejo mentiroso del espejo, a un muñeco armado de partes prestadas.
Este ejercicio no estaba resultando cómodo, pensó y, recorrió la habitación con una mirada de arena. Las paredes blancas, en realidad estaban sucias, alguna vez fueron blancas, ahora estaban manchadas, si no estuvieran los cuadros
Mientras reflexionaba sobre las paredes, el tiempo hacía el recorrido por el reloj de pared, un leve tic tac, casi imperceptible le indicaba que ese sábado el tiempo existía.
Continuó el juego, el cara y sello, donde él era una parte de la moneda y su reflejo, la otra. Decidió acercarse para poder ver más detalles. Se paró y adelantó la silla, su silla. Este objeto, esta cosa sí era de él, le pertenecía, por lo menos él la había comprado.
Se volvió a sentar.
Ahora, más cerca de su propia imagen repetida y duplicada por el espejo, quiso saber de gestos distintos o modos, e intentó una mímica, una conversación con su otro. Gesticulando, moviendo las manos y observando sus labios y su expresión en su rostro y
Se quedó nuevamente con la mirada fija en el movimiento de sus manos, sostuvo la respiración y las palabras y la vida en ese gesto. ¿Desde cuándo lo hacía?, desde cuándo gesticulaba al hablar, se preguntó en voz baja. ¿De dónde saqué esta forma? Y como en una pantalla de cine, creyó ver imágenes de su vida en el espejo, retazos de escenas vividas que le daban las respuestas a sus preguntas. Se vio, imitando a otros desplazarse y actuar como en un teatro, en un gran teatro. Se vio, imitando la seguridad que daba el movimiento de las manos, como si todo el mundo se abarcara con ellas, como si se contuviera el momento, el miedo de hablar con los otros. Se vio, dando el paso exacto en la vida, ese paso que les permite a los hombres avanzar, caminar sorteando las inclemencias de tiempo, construyendo estrategias de sobrevivencia, porque finalmente son eso, estrategias para sobrevivir o, aprender a vivir en esta pobre hermosa saga de ser hombre como dice Cortázar, pensó. Sí, las manos y sus movimientos eran una estrategia de sobrevivencia. Mover las manos, es pararse, lograr pararse. Qué extraño, dijo, me paro con las manos. En eso, se miró los brazos y sintió el frío que le causaba pensar así la vida, los bellos del brazo se erguían asustados como él, como pequeños habitantes de un desierto de piel. Y lo invadió el vértigo. Era una sensación que creyó similar a la de los equilibristas, sí, eso es, se dijo, soy un funámbulo en la vida, hacemos equilibrismo y, con esa última imagen el miedo se fue. Le gustó esa idea, le gustó la idea relacionada con las manos y con el espejo y con los funámbulos.
Miró el reloj, la manecilla de las horas, había avanzado un espacio.
Afuera, a kilómetros la mar de algún océano, horada la roca, en el mismo momento que el hombre frente al espejo toma la taza de café y bebe y huele sin dejar de mirarse, a la espera de que su reflejo haga algo inesperado, imprevisto.
Ya no quedaba olor a café en la taza concluyó.
El otro se para. Recorre la sala de punta a punta mirándolo todo, mirándolo a él, desde su mundo, que hasta hace unos segundos estaba sentado en la silla, con la taza de café en una mano y de pronto se para y recorre la sala de punta a punta mirándolo todo y se queda de pie frente al espejo, con la mirada fija a punto de decir, a punto de gritarle al otro que recorre la sala de punta a punta mirándolo todo. Esto es absurdo piensa, mientras vuelve a sentarse y busca en los recodos de su memoria, de su cabeza, algo que decir. Algo que contarse, pero no encuentra nada, sólo se ve a él, en paisajes y recuerdos, imágenes, algunas más claras que otra, pero no encuentra, ya no ve palabras sólo diapositivas.
Imagen y palabra, qué es primero piensa.
Imposibilitado de decir, mudo de palabras, eunuco de sustantivos, retrocede sin dejar de mirarse. Con la taza en una mano, la derecha, se da impulso, lentamente, como dispuesto a todo. Sigue retrocediendo, hasta llegar al otro extremo de la habitación, hasta tocar el muro y desde ahí, en posición de lanzador de jabalina, da dos pasos y arroja la taza al vacío, al mundo duplicado, en contra del otro, que ha hecho lo mismo, justo en el instante en que la taza viaja en cámara lenta por el aire espeso de la sala. Cruza sin resistencias, sin apremios de ningún tipo, cruza y corta el aire, el silencio y el tiempo y se estrella en el abominable espejo.
Y lo destroza y, se destroza.
Agitado, observa el dormitorio y comprueba que el mundo de la copia ya no está y que el duplicado no es más, que una imagen de si mismo y, ¿era yo, el otro?, se pregunta el hombre.

Eclipsado en mil pedazos por toda la habitación, las gotas de sangre manchan los fragmentos del hombre duplicado.

Sin mi cámara fotográfica


Marcelo Beltrand Opazo


Fue el azar le dije, sabiendo que no era cierto, fue el azar repetí, tratando de convencerme yo mismo de lo que decía. Pero no, me quedó mirando como se mira una gota caer lentamente por el muro, sin saber bien, cuanto demorará en terminar su viaje. Me miró como se mira a una mosca volar sin rumbo, así, errática, caótica, sin entender finalmente cual es su destino, pero convencida que no es el azar. Traté de volver con mi argumento, pero su mirada me lo dijo todo. Cállate, pero en silencio, sólo con sus ojos, así intensos, firmes sin ninguna vacilación. Cállate dijo luego, esta vez con todas sus letras. Su voz segura me hizo retroceder.
Se veía más hermosa que de costumbre, los claros oscuros de la noche hacían brillar su cuerpo desnudo, contorneando sus bordes costeros, realzando sus hendiduras. Su bello púbico enmarañado e hirsuto, desde donde yo estaba, era un matorral, un oasis. Y no podía dejar de encontrar más bien absurda la situación. Ella, callada y parada junto a la ventana me miraba con sus ojos negros, a contraluz, sus pechos daban la perfección a la escena. En ese momento pensé en dedicarme a la fotografía y retratarla, así, tal cual estaba en ese momento, quise decirle que no se moviera que le sacaría una foto en blanco y negro, porque los grises eran perfectos, porque ella era perfecta, pero no dije nada. No dije ni una palabra, porque no sabía que decir, porque no era fotógrafo.
Sin moverse, fuma, mientras la pequeña braza de su cigarro ilumina su rostro, también perfecto. Y al verla así, me convenzo que el azar no tiene nada que ver en la vida, esa perfección no puede ser fruto de lo inexplicable. Fuma y no me mira y su perfil al igual que sus pechos, es una fotografía perfecta y, vuelvo a pensar en convertirme en fotógrafo y recordé aquella vez, cuando iba a adquirir una máquina fotográfica, recordé que tampoco fue el azar el que me impidió que la comprara y ahora sería fotógrafo, podría decirle que no se moviera porque la voy a fotografiar, la voy a eternizar, porque los grises son perfectos. No te muevas musité, y con mis manos la encuadré, en un marco posible, en una escena posible. La enmarqué tratando de imaginar que soy fotógrafo y que mi cámara está lista y dispuesta para este momento, en un trípode, apuntando a la ventana, que a su vez encuadra a la mujer desnuda. Y fue como verme yendo a comprar la cámara una tarde, hace veinte años y, dejar una parte del dinero por ella y soñar e imaginar esta misma escena, que algún día viviría y que necesitaría la cámara.
Fuma, así sin mirarme y la nube de humo dibuja figuras surrealistas, se condensan y se disuelven en el aire espeso de la noche. Y no me dice nada, solo fuma, todo su cuerpo fuma en un acto de entrega absoluta. Sus piernas esculpidas, sus caderas sinuosas y su brazo, el brazo que sostiene el cigarrillo en una postura perfecta, en un ángulo que sólo ella puede lograr. Como hacer para detener el tiempo, en este instante y quedarme en el, mirarlo como en un cuadro, sostenerlo con la mirada, con el pulso y la respiración en un mismo acto, pensé. Eres perfecta dije, pero en silencio, sin palabras. Eres perfecta, dije, pero ahora con todas sus letras. Y casi imperceptible, volteó su rostro y me miró, como descubriéndome por primera vez, como diciendo desde cuando estás ahí, como incorporándome al momento, a su momento. Lo sé, contestó, rotunda, sin vacilación.
Ella no es azar.
Está bien no es el azar debe ser la vida o no se el destino entonces, dije con voz queda, intentando hacer el menor ruido posible. Ella, apagó el cigarrillo en el cenicero del velador y aún a oscuras y desnuda se acostó en la cama, cerro los ojos o yo creía eso y entre abrió sus piernas, sin decir una palabra, sin dar una respuesta a mis dichos, me miró aun con los ojos cerrados, susurrando algo ilegible, tan tenue, casi un suspiro y dejando que su mano comenzara lentamente a recorrerla, a seguir el perfil de su cara, sus labios. Mientras el silencio de la noche dejaba escuchar su respiración y sus pequeños gemidos, sostuve mi propia respiración y la observé, sólo eso, porque ya estaba convencido que ella no era azar, era todo menos un azar en mi vida y yo, no era fotógrafo para retratarla en este instante perfecto. Continuó recorriendo su cuerpo. Sus dedos bajaron lentamente por su cuello, en un arriba y abajo. De pronto, comenzó a estremecerse, suave, sus caderas iniciaron un pequeño movimiento ondulatorio y su respiración se hizo más intensa.
Sus finos dedos siguieron bajando.
Desde la ventana, el brillo de la luna, que también perfecta alumbraba por completo su cuerpo de plata y mármol.
Y llegó, llegó a sus pechos, que relucientes estaban ahí desde siempre. Recorrió esos montes, desde la falda a la cumbre, desde la cubre hasta más abajo, hasta llegar a su vientre y volvió y llegó a la cumbre de sus pechos otra vez, logrando desprender un hilo de voz, un sonido indescifrable de sus labios grises. Más abajo, sus piernas arqueaban su cuerpo y su cintura en un vaivén continuo imponían un ritmo sensual. Abrió más sus piernas, haciendo brillar su sexo, ofreciéndolo a los dioses a la luna y, lentamente su mano le arrancó quejidos sofocados por el peso de la noche.
Su respiración se ahoga.
Y estoy aquí, pienso, en esta noche y en este instante cargado de claros oscuros, de grises y gemidos, sin mi cámara fotográfica frente a una mujer desnuda, que me mira con los ojos cerrados.
Ella, continúa. Se recorre y hurgue, se investiga y descubre, desliza sus dedos por su cuerpo. Y con su boca en rictus, me mira con los ojos cerrados o eso creo y no dice nada.
Sentado aún en la misma silla, frente a la cama y de espaldas a la ventana estoy paralizado, no me muevo y solo la observo. Con esfuerzo me paro y, descubro que mis piernas están agarrotadas. Camino tratando de hacer el menor ruido posible y me detengo a los pies de la cama. Desde allí la miro, ya no como un observador pasivo, ya no como un simple voyerista.
Respiro agitado.
Y nuevamente con mis manos la enmarco en un cuadro posible. Estiro los brazos y entre mis dedos a la distancia, su cuerpo brilla por la luna y los grises y la noche y su sexo se desprenden en un todo. El aire espeso se corta. La recorro y, encuadro cada centímetro de su cuerpo, cada pulgada. Comenzando por sus piernas, arqueadas y firmes. Luego su vientre, que se agita cada vez que respira. Sigo con sus pechos, los hombros, su cuello, su pelo. La recorro por completo. Y me detengo. Me detengo en sus labios y su boca, que ansiosa busca unos labios y una boca en la oscuridad, mientras sus dedos continúan su recorrido por su sexo y yo encuadro su cuerpo con mi cámara fotográfica imaginaria.
Apunto y disparo.
Apunto y saco la mejor fotografía, el mejor desnudo de esa noche.

El Escritor

Marcelo Beltrand Opazo



El era un gran escritor, yo, un simple aspirante de escritor. Me acuerdo cuando llegaba la prensa, después de algún lanzamiento de uno de sus libros, lo esperaban por largas horas, porque eran muchos los periodistas que venían a verlo, a saber de él, de lo que opinaba sobre el acontecer literario nacional e internacional, porque también viajaba mucho, y cuando viajaba yo me ponía muy triste. Pero cuando volvía, me traía libros, recuerdos, y muchas ideas para muchos libros, me las contaba y yo, humildemente, le sugería algunas cosas, que casi siempre coincidían con las cosas que él había pensado me decía, así es que las escribía y después publicaba. Y como yo era parte importante de su obra, él me lo decía siempre, le escribía las contratapas de sus libros y las dedicatorias a sus amigos. Con esas pequeñas cosas me decía, te estás convirtiendo en un escritor, porque para ser escritor hay que ser especial, hay que tener una sensibilidad especial, hay que ser capaz de ver más allá que lo que ven los simples mortales. No cualquiera es un escritor, no, hay que trabajar mucho, pensar mucho. Todo eso me decía. Y me lo decía en esos momentos tranquilos, en su enorme casa, casi siempre después de haber recibido un importante premio, porque recibió mucho premios. Cuando eso pasaba, y estábamos sólo los dos, bajo la sombra del castaño, me decía que había leído mis borradores y que los había encontrado buenos, pero que aún le faltaban algunas cosas y que justo él había estado desarrollando ese mismo tema y que los había tomado y los había mejorado y los había publicado. Para mi era increíble que él, un gran escritor, el más grande de todos, hubiera elegido mis borradores, era tan feliz.
Hoy, pienso en todo eso y leo mis borradores, convertidos en libros, exactamente como yo los escribí, pero con el nombre de él, y vuelvo a recordar, a ese, el gran escritor.

El Sombrerero

Marcelo Beltrand Opazo



La puerta de la tienda crujió los años que tenía, mientras las campanas que colgaban de ella, terminaban por anunciar al visitante. Este, observó detenidamente aquel lugar de ensueños, reconociéndose un extraño en un mundo nuevo. Detrás del mesón, aguardaba un hombre de estatura mediana, ojos color de mar, y una abundante cabellara blanca, que al levantarse de su silla preguntó al visitante:

- Qué buscas en este lugar...?

El visitante, con las manos en su chaqueta verde botella, y un sombrero de pequeña copa, sólo atinó a responder un par de palabras sueltas:

- Bueno, yo, es decir, busco...
- Ya lo sé. Sé que buscas algo, pero qué? –contestó y preguntó nuevamente el hombre.

Las claraboyas que colgaban en las paredes evocaban aventuras en tiempos pasados y distintas puertas con destinos ignorados, hacían crecer la curiosidad de cualquier visitante. Las campanas de distintos portes daban distintas tonalidades en el ambiente. Junto a un enorme espejo, se observaba un estante de dimensiones insospechadas, en el que vivían toda una familia de payasos y saltimbanquis, marionetas y títeres. Colgando del techo, pequeños avioncitos con aviadores en miniatura observaban desde las alturas los movimientos de los demás habitantes. Una infinidad de botellas de distintas formas y portes y colores se arrimaban en un rincón, como en espera de una espera de botellas. Cientos de metros de cuerda de distintos colores se agrupaban más allá. Cuadros con distintas fotos de perros y gatos cubrían varias paredes. Instrucciones y catálogos sobre una mesa, sillas desvencijadas, un sillón de cuero enorme, baúles antiguos; estantes con libros, atrapa sueños colgando del cielo, móviles para niños... muchas y variadas extrañezas habitaban la tienda del sombrerero.

El hombre se acerco más y después de observar el lugar, tímidamente preguntó nuevamente:

- Busco... tiene sombreros?
- Qué tipo de sombrero buscas? –interrogó con suavidad el anciano.
- Eh, bueno... no se... quisiera ver algunos?

Al escucharlo, el sombrerero se acercó a un gran baúl y lo abrió, miro al hombre y le pasó un sombrero de ala ancha color cobre, con un pequeño papel que colgaba de la copa. Éste lo tomó y se lo probó, se miró en un pequeño espejo que colgaba de uno de los pilares de la tienda, y preguntó al Sombrerero:

- Qué precio tiene este sombrero?

El Sombrerero lo miró y con una pequeña sonrisa, estiró su brazo y le facilitó otro sombrero. El hombre al no escuchar una respuesta, tomo el otro sombrero al que también le colgaba un pequeño papelito y se lo probó, y este también le gustó, y volvió a preguntar el precio del artículo:

- Y este, que precio tiene?
- Qué buscas, que todo te gusta? –interrogó el Sombrerero.
- Bueno, no sé, solo estoy buscando... y éste sombrero, el que tengo, ya está viejo.
- Si no sabes que quieres ¿porqué me preguntas el precio?
- Es que... bueno...
- Si supieras lo que buscas, no preguntarías por su precio... porque cuando sabes que buscar, no importa el precio, sino lo que buscas, el sueño, lo buscado.

El hombre lo miro atónito y no supo que decir, lentamente dio la vuelta y siguió buscando sin preguntar.

El ragalo

Marcelo Beltrand Opazo



Recuerdo aquel ocho de Julio, el día de mi cumpleaños, cuando mi Papá llegó a la casa, después del trabajo, con mi regalo, nunca lo voy a olvidar. Era una caja. En ella estaban los zapatos más hermosos que yo haya visto, y creo que eran los zapatos con lo que había soñado por mucho tiempo. Recuerdo que abrí el regalo con gran ansiedad, rompí el papel en mil pedazos, y partí la caja en dos. Al ver su contenido, la sonrisa más grande del mundo se dibujo en mi rostro. Las lágrimas brotaron de mis ojos, no de pena, sino, de felicidad. Que día aquel. Con la misma ansiedad me coloqué los zapatos, recuerdo que mi padre algo me dijo, y mi madre trato de evitar el que yo los usara, pero era tan feliz en ese momento que no los quise escuchar, y al parecer ellos no quisieron arruinar mi dicha. Nunca voy a olvidar esas dos semanas en mi vida, pues, éramos yo y mis zapatos, recorrí todas las calles que no conocía, les mostré la ciudad, el mundo, y puedo asegurar que durante esos días fuimos solo uno. Los primeros días me parecieron un tanto duros, y mis dedos tuvieron que amoldarse a los zapatos, pero no me importó, porque eran los mejores zapatos del mundo. Después de haber caminado desde mi casa hasta mi trabajo, tenía un poco acalambrados mis dedos, pero lo atribuí al excesivo esfuerzo de esos días. La segunda semana, opté por viajar en bicicleta, con mis zapatos por supuesto, y los calambres disminuyeron un poco, pero igual me dolían los pies, y mucho. Al terminar la semana, a pesar de la bicicleta, no podía caminar, y al volver ese día Viernes, mi madre llamó al médico, pero además me confesó algo... su confesión aclaró mis dudas, ella dijo:

- Hijo mío, los zapatos que tu padre te regaló, eran un recuerdo muy querido por ti... y queríamos que tu los tuvieras... pues, fueron los zapatos que te compramos en el colegio, cuando tenías 14 años...

En ese momento todo fue más claro, porque yo ya no tenía 10 años, había cumplido los 35... Las palabras de mi madre se convirtieron en el segundo regalo de mi cumpleaños, y volví a llorar, pero esta vez de dolor.

Consumo

Marcelo Beltrand Opazo



No había nada más placentero, que poseer una tarjeta de crédito. Tenía catorce. Estuvo toda la mañana admirando lo último de la moda: los computadores y zapatos, licores, planchas y refrigeradores. Finalmente, eligió lo que iba a consumir: un par de pantalones, varias camisas, tres chalecos y esa pantalla de plasma de cincuenta y cuatro pulgadas que colgaría en el living. Se acercó al vendedor y le extendió la tarjeta de crédito, la llave de la felicidad, el aliciente ante tanta maldad. Este, con una sonrisa de aceptación, como un guardián del reino que solo permite la entrada a los elegidos, la tomó entre sus manos con fruición, manipulándola como un objeto de culto y con sumo cuidado, la pasó por la banda magnética. Esperó uno segundos. Volvió a pasarla, esta vez más enérgico, esperó. Luego levantó la vista y lo miró con detenimiento y dijo, “no ha cancelado sus cuotas, señor. Por favor, pase al departamento de cobranzas”. Luego de escuchar esas palabras se hizo un silencio incómodo. Solo atinó a extender su mano para pedir su tarjeta, pero el vendedor con voz acusadora remató diciendo, “la tarjeta se queda aquí, señor”. Con mirada lánguida, casi pidiendo perdón por lo sucedido, dio media vuelta y se dirigió a la escalera mecánica que lo conducía al departamento de cobranza. Se detuvo y observó los peldaños metálicos y a las personas que bajaban con rostros pálidos por la frustración y decidió no subir, total, le quedan trece tarjetas.